"Todas las personas que van en auto se dirigen hacia algún
lugar"- pensaba Álvaro esa fría mañana.
No era con intención de excluir al resto de los vehículos, por
supuesto. Pero siempre había estado seguro de que sacar el auto, manejar,
llegar a destino y estacionar requería algo más de determinación que esperar al
colectivo en la esquina, o sacar la moto (la cual es mucho
más fácil de estacionar); y menos costoso, obviamente. Esto último
hacía que Álvaro, a pesar de saber con exactitud hacia dónde se dirigía, optara
por utilizar el transporte público; principalmente por no tener auto. Pero
siempre que esperaba al colectivo hacía uso de esa oportunidad de preguntarse
hacia dónde de dirigían todos los autos que parecían multiplicarse día a día.
Álvaro tomaba el colectivo todas las mañanas hábiles en 19 y 526.
También lo hacía algunas tardes de fin de semana, pero eso no tiene
importancia. Se daba el lujo de conocer todo sobre esa esquina y esa parada, a
la dueña del kiosco, al vendedor del puesto de diarios y revistas, a la pareja
de jubilados que siempre esperaba el colectivo a la mañana, y también a los
busca de siempre; esos que si no tenes monedas te piden el celular, y si tenes
monedas también te lo piden, acompañado de reloj y billetera. Esa gran ventaja
lo hacía prácticamente intocable en el vecindario. Dentro del colectivo tenía
la posibilidad de saludar al chofer (generalmente era el mismo) y a muchos de
los pasajeros matutinos, con los cuales estrechaba lazos a cada viaje.
Entre estos pasajeros se encontraba Ariadna. Él la consideraba
como una compañera de viaje -solo de vista, un abalorio- de todas las
mañanas. Como anticipé antes, Álvaro estrechaba sus relaciones con todos día a
día, y con Ariadna no había excepción; solo había una salvedad, en este caso
era algo silencioso. No tenía certeza en dónde subía ella, tampoco en dónde
bajaba, ya que él terminaba el recorrido primero. Tampoco sabía que Ariadna se
llamaba Ariadna, al menos no lo supo hasta la primera vez que pudo decirle
algo. Lo recordaba claramente: pudo leer su nombre cuando producto de una mala
maniobra del conductor ella había dejado caer una carpeta con apuntes que él
hizo el favor de levantarle.
De ahí en más la relación paso de ser silenciosa a concretarse en
charlas que duraban lo mismo que el recorrido de Álvaro. Luego, cada uno por su
cuenta, seguía pensando en su respectivo compañero de viaje una vez abajo del
colectivo. Ariadna definitivamente pasó de ser un lindo abalorio a una morocha
obra de arte, con ojos de color indefinido los cuales Álvaro mira y admira.
Había dicho recién que la relación había sobrepasado el límite del
simple recorrido del micro, pero jamás con comunicación directa entre ambos
debajo del vehículo. Jamás un e-mail, jamás una llamada, jamás un mensaje; porque
dejarían de ser lo que en esencia son y comenzaron siendo: compañeros de viaje.
Eso sí, Álvaro se acercaba a ella fuera del colectivo gracias a una foto que
había podido tomar con cautela desde su celular, que ahora era nada menos que
su fondo de pantalla.
Ese día a Ariadna le cambiaron el recorrido y ella subió al
colectivo pensando que bajaría donde lo hacía su compañero. Y Álvaro subió
pensado que bajaría donde lo hace siempre.
Pasó el viaje, por primera vez correspondido entre ambos. Pasaron
cuartos de charlas, medias charlas, tres cuartos de charlas y charlas que ya se
encontraban debajo, esta vez juntos. Jamás se habían visto mutuamente en esas
condiciones: Ariadna debía irse y Álvaro quería quedarse. Se saludaron y ella
ingresó a una agencia de turismo, mientras que él caminaba lento para
poder, mínimo, verla salir.
Ariadna se preguntaba si valía la pena seguir tomando el colectivo
con su compañero por los pocos días que le quedaban en la ciudad, tomó
la decisión de no hacerlo más.
Cuando él al otro día viajó sin Ariadna, entró sin dudar a la
agencia de turismo. Exigió a la memoria del vendedor para que le vendiera un
pasaje similar al que le había facilitado a Ariadna el día anterior. Digo
similar porque solo el destino (Cariló) era lo que coincidía en el pasaje de
ambos, lamentablemente discernían en la fecha por un día.
Entonces Álvaro viajó. Intentó localizar a Ariadna en el nuevo
colectivo (el de larga distancia), pero era evidente que ella no iba a estar
allí. No se sintió decepcionado y afrontó el viaje con tranquilidad
para luego darse cuenta, una vez en la terminal, que había viajado más de
cuatrocientos kilómetros a un lugar que ni siquiera conocía; que había
viajado más de cuatro horas por una persona que ni siquiera lo conocía.
Ahora sí, sintió el cachetazo del sentido común y
la frustración subió de pies a cabeza. Caminó, como si fuera lo único
que le quedara por hacer; se sentó sobre un cordón en la calle costera -de cara
al mar-, el viento parecía intentar hacerlo despegar del piso y con cierta
dificultad logró sacar su celular desde el bolsillo del jean. Miró fijo al
horizonte, ese que marca la infinidad del planeta Tierra, ese que siempre
intentamos alcanzar y jamás podremos; ese horizonte que miramos y nos hace dar
cuenta que la Tierra no es plana. Cuidadosamente apuntó hasta hacer foco en el
mar y tomó una foto. Llevó a sus pulmones el aire más puro que jamás había
respirado, y cambió su fondo de pantalla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario